El Viaje de Regis

Capítulo 1


El hospital olía a muerte.


"Necesitas sangre, Regis."


"Necesito tiempo."


"Morirán de todas formas."


"No por mi mano."


Vendajes descartados, manchados de sangre y rígidos por la escarcha, triturados bajo sus zapatos. No había nadie ahí para limpiarlos, ni nadie para traer combustible para el fuego.


"No entiendo qué te empuja." Había irritación en el tono de Dettlaff.


"No obstante, te pido que respetes mi decisión."


"Tu testarudez nos pone a los dos en peligro. Estás debilitado. Nos estás frenando."


"Al margen de los aspectos éticos", continuó Regis, "tu comportamiento, inherente a tu naturaleza, nos ha traído a nuestro problema presente. Hemos atraído atención. El rastro de cadáveres drenados no hará sino facilitar que nos localicen. Así que deja que dirija la ruta durante un tiempo."


"¿Qué sugieres?"


"Mezclarnos. Disfrazarnos."


"¿Entre los humanos? Es... degradante." Dettlaff se movió con inquietud y bufó de dolor al tocar la herida bajo su capa..


"Está supurando", declaró Regis, perceptivo.


"¿Cómo puede ser? No la puedo cerrar. Y cuando traté de transformarla, sentí que se abrió más. No lo entiendo, solo fue un humano..."


"No. Un humano no. Un brujo."


Dettlaff echó una mirada a su compañero en la que la reticencia peleaba desesperadamente contra la curiosidad.


"Son mutantes adaptados para matar. Un gremio al que se recurre para proteger a este mundo de visitantes de otras esferas", explicó Regis.


"De nosotros..."


"De nosotros también, efectivamente. Durante siglos, acumularon un conocimiento considerable sobre aquellos a los que considera enemigos. Tú tuviste esa experiencia de primera mano.


Por lo tanto, recomiendo extrema precaución."


Los músculos de la mandíbula de Dettlaff se retorcían mientras rumiaba las palabras de su compañero. "Que sea a tu manera", dijo al final.


La lona crujió. Los ojos de los vampiros se lanzaron a la entrada de la tienda. Una acólita de Melitele les dio una sonrisa exhausta. "Ya estoy a su disposición, caballeros. Perdonen que les hiciera esperar tanto, pero aquí estoy sola. Las hermanas siguieron el ejército a Wyzima."


"¿Dejando a los heridos a la intemperie?" Regis estaba sorprendido. "¿Qué provocó tanto apuro? La guerra terminó, los nilfgaardianos perdieron en Brenna."


La adepta bajó la mirada. "Los pagos de la corona estaban atrasados. Seis meses. El ejército amenazaba con rebelarse. Los soldados obligaron al oficial a llevarlos a la capital para poder recuperar sus pagos ahí. Yo me ofrecí como voluntaria en la enfermería. Y si alguien se compromete a servir, no es solo con buen tiempo y la panza llena."


"Este hospital se ha quedado sin bastantes suministros."


"El Sr. Oficial generosamente nos ofreció su tienda personal. Esta de aquí. Y prometió enviar provisiones y medicamentos, pagados de su propio bolsillo. También habrá refrigerios para ustedes, caballeros, aunque escasos. ¿Querrán comer?"


"Gracias." Regis sonrió, frunciendo los labios. "No. Pero dígame, por favor: ¿acaso vio algún viajero honesto pasar por aquí? Ahora no es seguro movernos solos. Por los caminos acechan toda clase de sujetos sospechosos..."


"Por la mañana, tres soldados se pasaron por aquí. Reclamaron un hombre herido, dijeron que era su comandante. Después se dirigieron hacia el Oeste. Me alegré de que se lo llevaran. Un alma desgraciada rescatada más."


"Gracias."


Poco después, abandonaron el hospital provisional. El camino se torcía hacia el Oeste entre olmos desgarrados.


"Nadie vendrá por ellos", dijo Dettlaff. "Los olvidarán. Conozco a los humanos. Tienen la memoria corta."


"La chica se quedó", repuso Regis.


Sobre ellos, los cuervos rodeaban la tienda.



Capítulo 2


Había dejado de nevar.


Erskine se frotó los ojos y miró hacia delante, a los campos de Sodden que se sumían en el crepúsculo. Decidió que era buen momento para detenerse. Hizo señas a sus dos compañeros para que dejaran el camino y se dirigieran hacia una hondonada cercana.


Néris se quitó el petate y de él sacó unas mantas y provisiones. Osyan encendió un fuego. Erskine soltó la cuerda del trineo, se sentó y comenzó a masajearse las manos.


"Os ayudo en un momento", dijo.


Néris echó un vistazo al hombre que yacía sobre el trineo. «Será mejor que descanse... mientras pueda».


"Puto sargento", balbució Osyan, soplándose los dedos. "¿Tenía que atiborrarse tanto? Si fuéramos más ligeros, ya habríamos cruzado el Ina".


"No caerá esa breva", añadió Néris.


Erskine se encorvó hacia el sargento, cubierto de vendajes, para escuchar su débil respiración. "Estamos juntos en esto", dijo. "Yo haré la primera guardia".


El vino robado sabía a jengibre. Erskine hizo una mueca, se cubrió los hombros con la manta y miró a sus compañeros, ya dormidos. Osyan bien podría ser su hijo. Se alistó en el ejército temerio poco antes de la invasión de los oscuros. Lucharon juntos por Dillingen bajo el mando de John Natalis, luego junto al rey Foltest cuando liberaron Sodden. Néris, una condotiera de la Compañía Libre, afirmaba ser hija de un barón lyrio. Erskine estaba seguro de que mentía, porque si hubiera sido verdad, no podía imaginarse cómo había acabado aquí, medio congelada por culpa de esta disparatada odisea.


Ah, qué travesía. Erskine suspiró y bebió un trago de vino. Todo empezó con la historia del sargento sobre un cofre en un sótano cubierto de escombros. Luego llegó la decisión que tomaron entre todos, el camino del que no había retorno posible.


El calor de la hoguera llamaba a Erskine, lo invitaba a dormir. Bostezó, se incorporó y le dio un golpecito con la punta de la bota a Néris. «Te toca», le dijo, y le tendió la botella. Néris se frotó los ojos, bebió un sorbo y escupió hacia las llamas. Él estaba a punto de mencionar lo del jengibre, pero se frenó al percatarse de que la condotiera estaba mirando hacia la oscuridad que había detrás de él.


"No temáis", dijo alguien desde el ensombrecido perímetro del campamento.


Tras un instante, dos desconocidos emergieron y entraron en la zona iluminada. "Estamos desarmados", dijo uno de ellos, de pelo canoso; la misma voz que acababan de oír.


"Vamos de camino a Dillingen. En tiempos difíciles como estos, es mejor tener la compañía de otros, ¿no creéis? Sobre todo cuando comparten el mismo destino".


"¿Cómo estás tan seguro de eso?", preguntó Osyan, que estaba agachado, con la daga ya desenvainada a la espalda.


"No necesitamos compañía", dijo Néris.


Erskine permanecía en silencio. Estaba evaluando la situación. Los recién llegados no tenían pinta amenazadora. En primer lugar, parecía cierto que iban desarmados. En segundo lugar, tenían aspecto de estar enfermos, o débiles al menos. El de pelo canoso mostraba una palidez cadavérica y hablaba en un tono suave. El otro, de cabellos negros y más callado, iba algo encorvado y se presionaba la cadera con la mano. ¿Una herida reciente, tal vez?


El hombre canoso señaló con la cabeza el trineo. "Ese hombre no durará ni una semana", afirmó. "Por suerte, sin embargo, soy médico. Tengo un refugio en Dillingen. Si nos damos prisa, quizás pueda ayudarlo".


El viento agitó las ramas y avivó el fuego moribundo.


Erskine se percató de que Néris y Osyan estaban esperando su respuesta. La sopesó. Si el sargento moría antes de llegar a su destino, todo habría sido en vano. Un matasanos podría ser útil...


Soltó la empuñadura de su espada, gruñó y asintió. "¿Cómo os llamáis?".


Al alba estaban prestos para partir. Erskine removió las cenizas con el pie mientras observaba a los nuevos camaradas. El de pelo cano, Regis, no mentía. Aunque apenas podía mantenerse en pie, le cambió los vendajes con gran pericia al sargento y preparó una compresa para sus heridas. Sorprendentemente, el otro, Dettlaff, se ofreció para tirar del trineo.


Se pusieron en marcha. Tras unos pocos pasos, Dettlaff se detuvo, retorciéndose de dolor. Regis lo sujetó con un brazo. Erskine se ajustó el petate y los alcanzó.


"Parecéis bastante agotados", dijo. "¿Quién os ha dejado tan para el arrastre?". Los recién llegados se mantuvieron en silencio. Dettlaff echó la vista atrás, hacia el camino que tenían a su espalda, como si esperara ver a alguien siguiéndolos. Erskine no insistió. De alguna manera, estaba seguro de que ya no quería conocer la respuesta.



Capítulo 3


"Una abominación ha hecho de nuestro campanario su guarida, maese brujo. Por la noche sobrevuela la ciudad, secuestra a gente en las calles y se los lleva a su cubil para devorarlos. ¡Es un horror! ¿Cuánto costaría deshacernos de esta alimaña?".


"Doscientos orens, señor regidor. Lo que tenéis aquí es un vampiro. Y no uno cualquiera".


El regidor se quedó impresionado. "¿No me digas que ya has deducido la naturaleza de la criatura?".


"He examinado un cadáver".


Sorensen no creyó conveniente revelar que llevaba tiempo persiguiendo a la bestia por orden de alguien mucho más importante, y que había acabado en la ciudad de Warfurt siguiéndole el rastro. Llegó a la conclusión de que si la gente estaba dispuesta a pagar dos veces por el mismo trabajo, no tenía sentido disuadirlos.


El regidor cavilaba mientras se toqueteaba la nariz. «Es caro».


"Entonces, intentadlo vosotros".


"Ya lo hemos hecho, desde luego. Los gallardos muchachos de la guardia del castillo están dispuestos a actuar, pero el hierro no le hace nada a esta criatura diabólica. Quisimos incendiar el campanario para ahuyentar a ese bastardo, pero...".


"¡Eso no está bien!". El patriarca reverendo, que hasta el momento había estado mirando con gesto lúgubre a través de la vidriera del templo al oscuro pilar del campanario, se levantó y vociferó. "¡No se puede prender fuego a un lugar sagrado! ¡Tres mil orens le costó el campanario a las arcas del capítulo! ¡No vamos a quemarlo ahora, vamos, digo yo!".


"¿No os da miedo", dijo el irritado regidor, "gritar de ese modo con esa bestia tan cerca?".


"Aquí nos protegen los salmos", le espetó con furia el prelado. "Mientras el canto continúe, la brujería no tiene ningún poder".


Los coristas, reunidos en la nave, siguieron cantando. El monótono sonido se fundía con las nobles paredes del templo como el olor del incienso. Pero ahora, al evocar la conversación, Sorensen se puso a pensar. "Padre reverendo", le dijo al sacerdote, inclinando la cabeza, "la fe y los salmos sagrados son el método más infalible contra los vampiros. ¿Podríais por ventura prestarme a vuestros coristas? La oración confundirá los sentidos del monstruo y lo privará de su poder. Así seré capaz de acercarme y asestarle un golpe letal".


El prelado se hinchió como un pavo relleno y miró al regidor. "Por supuesto, hijo. Por supuesto".


El cebo había cumplido su función. El salmo acabó en gritos de terror cuando el vampiro descendió en picado desde el negro cielo y aterrizó entre los coristas. Un cráneo desprovisto de ojos, alas de murciélago y venas palpitantes de sangre bajo la escurridiza piel. De la tribu Gharasham.


El monstruo atrapó al corista más cercano y le hundió los colmillos en el cuerpo. Clavó a otro en el suelo con una alargada zarpa con garras.


La euforia que experimentan cuando se alimentan abruma sus sentidos, los aletarga. Ese es el mejor momento para atacar. Sorensen surgió desde detrás de una gárgola de piedra, contorsionándose para lanzar cual discóbolo. La cadena zumbó en el aire. Los eslabones se retorcieron alrededor de las extremidades de la criatura; la piel siseaba al contacto con la plata. El vampiro de los Gharasham cayó, rodó por el tejado en pendiente del templo y se estrelló contra la calle adoquinada, acompañado por una lluvia de tejas. El brujo lo persiguió por el canalón. Era el momento de rematar el trabajo. Desenvainó su espada de plata y golpeó el cuello de la criatura, que forcejeaba contra sus ataduras.


La silueta del murciélago se diluyó y se convirtió en un charco de sangre. La hoja resonó contra la piedra y la cadena se aflojó. Liberado de su sujeción, el vampiro mutó para recuperar una forma carnal, batió las alas y alzó el vuelo soltando un gañido penetrante. Sorensen se apartó de un salto para eludir el furioso ataque, rodó sobre su hombro y se arrodilló. Se oyó el chasquido de unos brazos activados por resortes cuando desplegó el arco. Apuntó. Disparó. El vampiro, aturdido, se tambaleó en pleno vuelo, se elevó hacia el cielo con gran dificultad y se precipitó sobre el campanario con un estruendoso ruido metálico.


El cazador siguió a la presa. Agarró la cuerda del elevador que habían dejado los peones y cortó el contrapeso con la espada. El empuje de los ladrillos al caer lo impulsó hasta el piso superior en un instante.


Desde allí pudo ver una silueta de murciélago recortada contra la luna que se alejaba hacia el oeste. Y maldijo de mala manera.



Capítulo 4


El viento trajo un aroma a hierbas y carne desecada. Regis se detuvo. «Hay otras personas cerca».


Dettlaff lo confirmó en silencio.


Llevaban caminando tres días a lo largo de la margen del Yaruga. Sus compañeros humanos, aún recelosos del dúo, los evitaban la mayor parte del tiempo y hablaban poco. Los vampiros se mantenían varios pasos por detrás.


"Nos has buscado una compañía interesante", comentó Dettlaff. "La sacerdotisa dijo que eran soldados, pero apestan a miedo y engaño".


"Son desertores".


"¿Cómo lo sabes?".


"Lo he deducido. Al hombre herido... le han quitado la insignia de la chaqueta".


"Así que intentamos mezclarnos con los humanos uniéndonos a una banda de fugitivos harapientos. Perfecto".


"Para ti es muy fácil juzgar. Disculpa por el cliché, pero vivir entre humanos le enseña a uno que nada es sencillo. No sabemos quiénes son ni por qué están huyendo. Ni de quién. No sabemos nada de ellos".


Se detuvieron a la señal de Osyan. Les hacía señas con la mano indicando una granja cercana. Un pequeño recinto en la linde del bosque. Un carro desvencijado se hallaba junto a la cerca y unos caballos relinchaban en los establos. Los seducía la humeante chimenea y su promesa de un hogar donde calentarse. Los vampiros observaron mientras sus nuevos compañeros consultaban entre ellos; después dejaron el camino y se dirigieron a los edificios.


"Cierto, no sabemos nada de ellos", dijo Dettlaff. "Pero tengo la sensación de que eso va a cambiar".


El granjero volvió con la barrica. La colocó sobre la mesa y empezó a llenar jarrillas de barro. El olor a cerveza flotaba en el ambiente de la habitación. "Perdonadme, pero no comprendo", dijo.


Erskine bebió un trago y se limpió la espuma del bigote. Golpeteó el parche de lirios de la mesa con el dedo. "Vale, de acuerdo, ya te lo he explicado. Somos del ejército temerio y nos han encargado una misión encubierta: transportar a este... prisionero... que liberamos de los nilfgaardianos. Debemos cruzar el Ina con él lo antes posible. Por eso necesitamos tu carruaje".


"Y los dos caballos", apuntó Osyan.


Néris estaba de pie junto a la puerta, con la espalda apoyada contra la pared. En la mano sostenía una espada, con la que picoteaba los tablones de madera del suelo. "Y todo lo que haya en la despensa", añadió.


"Eso no es justo. ¿Cómo vamos a sobrevivir sin el carruaje, en invierno, en este lugar tan remoto?".


"¿Vamos?", preguntó Osyan. "¿Quién más?»".


El granjero miró hacia la puerta. Osyan escupió, sacó una daga y la puso sobre la mesa. Las llamas del horno titilaron en la parte plana de la hoja.


"Buena gente, tened piedad...".


"No somos buena gente. Y sería una lástima que averiguaras exactamente por qué".


"Osyan...", dijo Néris.


"Cállate. Es decisión suya".


Dettlaff, que hasta el momento había permanecido en las sombras, se acercó y arrojó una bolsa en la mesa. Sonaron unas monedas. "Haz lo que quieras", dijo. "Yo voy a dar un paseo".


En cuanto se cerró la puerta, Regis recogió la bolsa y se acercó un poco más al granjero. «Mis camaradas son soldados, no ladrones», dijo, mirando fijamente a Osyan. "Solo necesitan una yegua, a la que atarán un trineo. Una yegua por la que recibirás... una compensación adecuada".


Erskine abrió la boca, luchando por encontrar las palabras.


El vampiro sonrió con los labios fruncidos. "Los soldados temerios comprenden que no deben despojarte de tus pertenencias", dijo. "Si lo hicieran, la noticia de su misión encubierta podría llegar a oídos equivocados. Y eso..., en fin..., los pondría en grave peligro".


Aine sentía las ramas bajo la bota.


Esparció la nieve, recogió la broza y la echó en el cesto. Había recogido suficiente, de modo que decidió volver a casa.


Caminaba con brío, tarareando su canción favorita en voz baja. Se detuvo en el límite del bosque, soltó la cesta y retrocedió con rapidez. Esperó largo rato detrás de un árbol y después, lentamente, se asomó por el tronco.


Había desconocidos en el cobertizo. Una mujer tiraba de las riendas de Ludka; la yegua resoplaba y coceaba sin cesar. Dos hombres salieron de la despensa, arrastrando sacos y barricas. El cuarto, el más mayor, hablaba con su padre en la cabaña.


Luego, Aine percibió a alguien más. Alguien que estaba mucho más cerca.


"Será mejor que esperes aquí", dijo una voz detrás de ella. Una voz sorda, hipnótica.


"Pero mi padre...".


El desconocido le puso una mano en el hombro. Fría y pálida. Con manchas de sangre en las palmas. "No le pasará nada. Se irán pronto. Mira. Mira bien. Este mundo tuyo en el que nada es sencillo".


"No entiendo".


"No importa".


La chica se quedó en silencio. Observó cómo el hombre del pelo gris sacaba algo de su bolsa y se lo ponía en la mano a su padre. El oro relució.


"¿Solo se van a llevar a Ludka?", preguntó tras un momento.


"Sí. Mi amigo tiene el don de la persuasión".


"Eso está bien".


"¿Bien? Habéis tenido suerte. Querían robaros".


Aine se giró y miró al desconocido a los ojos. "Pero alguien estaba cuidando de nosotros".



Capítulo 5


El río Ina centelleaba con los últimos rayos del sol poniente.


Las fortalezas de Vidort y Carcano destacaban por encima del agua. Las quemaron durante la guerra, pero ahora el ejército temerio las estaba reconstruyendo poco a poco.


Osyan dirigió su mirada al norte.


"Allí", dijo. "El hielo conecta ambas orillas. Iremos por allí".


Erskine resopló entre los dedos. "No me gusta", indicó. "Hay sitios en los que la capa de hielo es muy fina, está llena de agujeros y los fuertes están demasiado cerca. Deberíamos seguir hasta la bifurcación del Ina y el Trava y buscar un vado apartado. Será mejor, más seguro para el sargento".


"En cuanto a vuestro compañero...", intervino Regis. "Si os tomáis su bienestar como prioridad, os recomiendo que os apresuréis. Lo más sensato sería pedir ayuda a Carcano. Es probable que tengan suministros médicos más que de sobra. Pero sospecho que no os agrada este enfoque".


"Eso es, no nos agrada", respondió Erskine. "Me lo has quitado de la boca".


Dettlaff sonrió. "¿Qué problema tenéis, soldados temerios?", preguntó. "¿No queréis la ayuda de vuestros compañeros?"


"Oye, listillo", se envalentonó Osyan. "¿Os hemos preguntado quiénes sois? ¿De dónde venís? ¿O quién os ha dado tal paliza que parecéis cadáveres andantes?".


Dettlaff no articuló palabra.


"Pues vayamos a Fen Carn", dijo Regis. "Allí tengo una casita de campo, tal vez queden algunas provisiones".


"¿Has perdido el juicio, matasanos?", objetó Erskine. "No vamos a adentrarnos en territorio élfico maldito. ¿Dices que no es bueno para el sargento? Vale, tendremos que probar con el Ina. Aquí. Y luego a toda prisa hasta Dillingen".


Se metieron en el río al amparo de las oscuras nubes. Solo el crujir del hielo rompía el silencio.


Justo cuando parecía que iban a pasar inadvertidos, se oyó un golpe seco detrás de ellos.


Osyan maldijo. "Tres jinetes. Patrulla armada".


Los temerios los vieron enseguida. Uno de ellos espoleó al caballo y emprendió el galope hacia la fortaleza; los otros dos trotaron hacia la orilla. Desmontaron, desenvainaron las espadas y corrieron hacia el hielo. "¡Alto!», chillaron. «¡Alto!".


La yegua que tiraba del trineo resopló y obedeció.


"¡Muévete, jaca!", Erskine gritó y tiró de las riendas. Sin resultado. Un instante después, los temerios los habían alcanzado. Estaban tan cerca que podían verles las caras.


Regis miró a Dettlaff. "Vamos a intentar negociar".


Osyan escupió e hizo girar su honda.


El proyectil silbó e impactó contra el casco de uno de los soldados, que soltó un quejido y cayó al hielo. El segundo saltó hacia quien más cerca tenía: Néris. Se inició una refriega, perdieron el equilibrio y cayeron por un agujero cercano.


"¡Néris!". Erskine soltó las riendas y caminó hacia la grieta.


Osyan lo agarró del brazo. "¡Olvídate!", le espetó. "¡Tenemos que huir!".


Regis ya estaba harto de huir. Saltó a las turbias aguas y localizó a la condotiera, que forcejeaba con el temerio mientras ambos se hundían; el peso de la armadura de este último los arrastraba al fondo. Néris soltaba patadas, exhalaba por la boca. Regis nadó hacia ella, la agarró e intentó tirar hacia arriba, aunque sobreestimó las capacidades de su cuerpo recién regenerado. Dio un tirón y sintió cómo el hombro se le salía de la articulación. Le rechinaron los dientes. Lo volvió a intentar. Notó un chasquido de huesos y un estallido de dolor que lo llevó al borde del desmayo.


En ese momento, Dettlaff se lanzó al agua.


Apartó a Regis, asió a la condotiera con una mano y al soldado temerio con la otra. Los separó y ascendió a gran velocidad hasta la superficie.


No había rastro de Erskine y Osyan cuando llegaron arrastrándose a la grava de la margen del Ina. Sonó una alarma desde los fuertes ribereños. Regis trató de ayudar a Néris a ponerse en pie, pero ella rechazó la oferta y fue caminando lo más rápido que pudo hacia el bosque. Él la seguía de cerca y se dio la vuelta para ver cómo Dettlaff sacaba a rastras al soldado antes de que la línea de árboles bloqueara su campo visual.


Corrieron durante largo tiempo por el bosque; más tarde, agotados y ya caminando, llegaron a los collados de Fen Carn. Néris sabía de la mala fama que tenía aquel lugar, pero estaba demasiado cansada para protestar.


Al final, llegaron a una cabaña con un sencillo interior. Había una mesa con hileras de botellas y hierbas deshidratadas en las paredes. El olor se le pegaba a las fosas nasales.


Regis desenterró ropas secas de entre el revoltijo y, mientras ella se cambiaba, buscó algo entre las botellas de la mesa.


"¿Esta es tu cabaña?", preguntó Néris.


"Mía es", respondió él, y se retorció de dolor mientras se frotaba el hombro. "Ahí está".


Salieron y se sentaron junto al fuego. Regis avivó las llamas. Limpió el polvo y las telarañas de la botella, la descorchó y se la entregó a Néris.


Ella bebió. El alcohol le rascó la garganta y la calentó por dentro.


"Oh, cielos... ¿Qué es esto?".


"Un brebaje de mandrágora".


"¿Quieres?".


"Gracias, pero no, soy abstemio".


"Un abstemio que destila su propio aguardiente y que, sin dudarlo un momento, se lanza a las traicioneras profundidades para ayudar a desconocidos. Eres una figura misteriosa, Regis".


"Bueno... Una vez conocí a un enano que se consideraba un altruista incorregible. Por lo visto, su actitud es parecida a la mía".


Se sentaron en silencio. Néris miró durante largo tiempo las sombras que parpadeaban en la nieve que había detrás de Regis. Algo no cuadraba. Al final comprendió qué era. Se agarrotó y profirió un leve chillido. "No haces som... Eres un...".


"Sí, lo soy".


Ella se apartó rápidamente, cubriéndose el cuello con las manos.


Regis echó más leña a las ascuas. "Tranquila. Ya te he dicho que soy abstemio. Además, si quisiera hacerte daño, habría dejado que te ahogaras".


"¿Y Dettlaff?".


"Dettlaff también. Pero será mejor que no se lo comentes".


El fuego crepitó. Como si lo hubieran llamado, Dettlaff surgió de entre las sombras y se sentó entre ellos.


"El temerio vivirá", dijo. "Lo he llevado a las murallas, donde puedan verlo".


Néris estaba temblando. La cabeza le daba vueltas. La ropa de Regis le irritaba la piel y los pantalones, que le estaban demasiado grandes, se le escurrían por las caderas. Se los subió y se apretó el cinturón todo lo que pudo.


"¿A ti qué te pasa?", preguntó Dettlaff.


Ella dudó por un momento. Luego se decidió.


Bebió un trago de brebaje y sonrió.


"Nada", dijo. "Todo va bien".



Capítulo 6


Sin aliento, el regidor llegó gateando a lo alto de la torre. Le habían advertido de lo que podría encontrarse allí, de modo que se preparó con un pañuelo perfumado, que se presionaba contra la nariz. Sorensen ya estaba inspeccionando el escenario. Había cadáveres en diversos estados de descomposición por todo el nido del vampiro, aunque el hedor acre parecía no molestar al brujo.


"El dinero te espera junto al caballo, maese brujo. El patriarca te insta a abandonar la ciudad lo antes posible".


El cazador se mostró indiferente. Midió la distancia entre las heridas de los colmillos con la mano. "Es curioso. Las mordeduras evidencian dos patrones distintos de mandíbula. El vampiro Gharasham traía aquí a sus víctimas y les partía la columna para que no pudieran defenderse. Como un pájaro que mastica gusanos para sus crías".


El regidor frunció el ceño. "¿Eso qué significa?".


"Significa que estaba alimentando a alguien".


"Sabrina".


Sin respuesta, una vez más. El xenovoce fallaba con el frío. A Sorensen le habría encantado arrojar la caja parlanchina al río y olvidarse de ella. Por desgracia, necesitaba una respuesta. En el momento en que la curiosidad superó su enfado, volvió a intentarlo.


"Sabrina, zorra estúpida".


"Sorensen, cariño. Qué galante eres", replicó el dispositivo con voz metálica. El ansioso caballo levantó las orejas y redujo su velocidad al trote. El brujo picó espuelas.


"Me has mentido".


"¿En serio?".


"Hay dos vampiros. Te costará el doble".


"¿Me molestas solo para eso? ¿Para regatearme?".


"Quiero conocer la identidad de tu fugitivo. Y las circunstancias de su huida".


"Sin preguntas. ¿No era ese nuestro trato?".


"El riesgo ha aumentado. Tengo que saber con quién estoy tratando. De lo contrario, me vuelvo a Angren".


El silencio se alargó. Sorensen comenzó a sospechar que el xenovoce se negaba de nuevo a cooperar.


"A dos colegas hechiceras y a mí nos encargaron que arrasáramos el castillo de Stygga, emplazamiento del mago renegado Vilgefortz de Roggeveen. Encontramos los restos de cierta criatura, muerta por un hechizo. Intentamos regenerarla. Y lo logramos".


"¿Resucitasteis a un vampiro? ¿Con qué propósito?".


"Para interrogarlo. Podía poseer información importante. El castillo de Stygga fue testigo de acontecimientos que marcaron época, y que aún no comprendemos del todo".


"Seguro que resultó un interlocutor de lo más encantador".


"En realidad, no. Entre humanos, se hacía llamar Emiel Regis. Numerosos indicios apuntan a que se trata de una criatura antigua y sofisticada. Pero al despertar estaba cegado por el hambre. Antes de que pudiéramos interrogarlo más a fondo, huyó. Es evidente que lo subestimé".


"O recibió ayuda. Como he dicho, hay dos vampiros. Viajan juntos".


"¿Te arrepientes de nuestro acuerdo o sigues regateándome?".


Sorensen la ignoró. Un pequeño y destartalado caserío asomaba por el recodo. Tiró de las riendas y dirigió a su montura hacia allí.


"He de irme. Tengo trabajo que hacer".


"Buen chico".


"Saqueadores temerios. Rateros comunes. Querían robárnoslo todo. El de pelo canoso los detuvo. Los tranquilizó. Sin levantar la voz siquiera. No permitió que los otros dejaran la despensa pelada. Y nos pagó por la yegua".


"Oro...". Aine bajó la mirada. La palabra se le escapó de la boca antes de pensarla.


El brujo se rascó la cicatriz del cuello. "Enséñamelo".


El granjero miró a su hija. El recién llegado llevaba armas suficientes en su caballo para pertrechar a una docena de soldados. Y esos ojos, como los de una serpiente o un lagarto... No era buena idea enfadar a un hombre como él. Despreocupadamente, se quitó un zueco, abrió la suela con una navaja y sacó una moneda.


Un león alado con cabeza humana, estampado en oro deslustrado. La cruz mostraba un carro. Sorensen ya había visto ese tipo de monedas. En las colinas de Dur Lugal Iddin. Una sonrisa ladina se le dibujó en el rostro. Empezaba a creer que había perdido el rastro.


"Esta moneda tiene más de trescientos años de antigüedad. A día de hoy, solo suelen encontrarse en tumbas. Tienes suerte, propietario, de que no estuvieran interesados en ti".


"Ladrones de tumbas, ¿verdad? ¿Hienas de cementerios?".


Sorensen ajustó la cincha, subió la pierna al estribo y saltó a la silla. "Peor. Es alguien que recuerda aquellos tiempos".


El granjero se quedó mirando cómo se escapaba su oro. Tragó saliva con fuerza, suspiró y fue a tranquilizar a su hija, que se había encerrado en la leñera. No tenía valor para enfadarse con ella.



Capítulo 7


Néris se protegió los ojos del viento y se puso a la altura de Regis.


"Dijiste que tenías un refugio en Dillingen. ¿Allí es adonde vais?".


"Sí".


"¿Para qué?".


"Para escondernos. Nos sigue un brujo. Un cazador de monstruos".


Habían pasado dos días desde que dejaron Fen Carn y volvieron al Yaruga. El cielo por fin se despejaba y las llanuras cubiertas de nieve reflejaban la luz del sol crepuscular.


"¿Un brujo? Por lo que a mí respecta, para seres como vosotros, ni cinco de ellos serían una amenaza".


Dettlaff se desabotonó el abrigo, dejando al descubierto la cadera.


"Mira".


Néris bufó cuando examinó la espantosa hendidura que tenía en el costado.


"Me atacó en Warfurt hace tres semanas. Lo normal es que se hubiera curado de la noche a la mañana".


"La caza de vampiros debe de ser su especialidad", apuntó Regis. "Tenemos que extremar las precauciones".


"Sería prudente, pues, quedarnos en Fen Carn y usar su reputación como refugio…".


"La superstición y un montón de piedras no serán suficientes", replicó Dettlaff. "Pero hay lugares seguros que han sido creados para ofrecernos protección".


Néris se chascó los dedos.


"Quiero pedirte ayuda. En algún cerca de Dillingen...".


Se detuvo al oír unas voces. Regis señaló un campamento situado entre los árboles marchitos. Un par de tiendas con agujeros y humo saliendo de fuegos que había en su interior.


"Ya seguiremos con esta conversación", dijo.



"Nos echaron de nuestras casas cuando terminó la guerra y ahí siguen plantados. Soldados..., malditos sean todos".


Miraron impertérritos el campamento de exiliados que había tras la mujer mientras les contaba su historia.


"Han festoneado nuestro pueblo con sus estandartes, lo tratan como si fuera un puesto militar. Les dije: este es mi hogar, y allí, en el agua, está el barco con el que mi padre y mi abuelo navegaban por el Yaruga. Pero les dio igual. Así que cogí al niño en brazos y les rogué clemencia. Es invierno, les dije. Hace frío. Tenemos hambre. Les supliqué que nos dejaran una choza, que se comportaran como seres humanos".


"Y no cedieron", dijo Dettlaff.


Un niño se asomó por detrás de la mujer. Una mirada esperanzada en un rostro hambriento. Ella le apartó el pelo de la frente y le ajustó la capucha.


"Los llaman los intrusos nilfgaardianos", dijo la mujer. "Malditos invasores. Pero la lucha con los oscuros ya terminó, se supone que el país había sido liberado. Pero no podemos volver a nuestras propias chozas. A mí me parece que los que perdimos fuimos nosotros".


Regis rechinó los dientes.


"Esperad hasta mañana. Volved a vuestras casas al alba".


"Pero los militares... Lo intentamos".


"Sí. Ahora lo intentaré yo".


Ya anochecía cuando llegaron al asentamiento. Había cinco chozas con los tejados hundidos por la nieve y un solitario muelle en el que se balanceaban los mástiles de los barcos de pesca. De la choza más grande provenían risas y gritos de júbilo.


Regis se quitó la bolsa del hombro y se la entregó a Dettlaff.


"Espera aquí", le dijo.


La puerta crujió cuando la empujó para abrirla y poner pie en el interior, donde había un espeso aire viciado con el humo de las pipas. Los soldados reunidos en la mesa se quedaron en silencio.


"¿Tú quién eres?", preguntó un hombre barbado con una cicatriz en la sien.


"Me llamo Emiel Regis. Viajo hacia Dillingen".


El soldado se inclinó hacia delante, apoyando el rasposo mentón en un puño rechoncho.


"¿Viajas solo? Eres un valiente".


"O un idiota", metió baza otro soldado.


"O un idiota, cierto", dijo el barbudo. "Te has perdido, Emiel Regis. Pero, por suerte para ti, hay un camino que cruza las colinas. Luego solo tienes que seguir recto".


"Eso ya lo sé".


"Entonces, ¿para qué has venido aquí?".


"He conocido a las personas a quienes expulsasteis de sus hogares. Incluso a los niños les negasteis refugio".


Regis cerró la puerta tras de sí y se acercó a la mesa. Algunas manos inquietas se acercaron a las empuñaduras de las espadas.


"Eran las órdenes que teníamos", dijo el hombre de la barba.


Regis lo miró a los ojos y alzó la mano. Las botellas de la mesa temblaron.


"Las órdenes han cambiado", dijo con voz ronca. "Este lugar no os pertenece. Partiréis hacia Vidort sin demora. Olvidaréis nuestro encuentro e incluso que habéis estado aquí".


Las facciones del hombre barbudo se suavizaron y su rostro perdió toda expresión.


"Sí, mi señor", susurró.


Cuando el último de los soldados salió de la choza, Regis sintió que se le nublaba la vista. Intentó acercarse al banco, pero sus piernas se negaron a obedecer. Se desmayó y se golpeó la cabeza con una silla.


Mientras la oscuridad se apoderaba de él, recordó el comienzo de su viaje. Un hospital en un páramo, los callados quejidos de los moribundos. El olor a muerte.


Morirán de todas formas.


Pero no por mi mano.


Dettlaff está a su lado, de sus manos caen gotas rojas.


Necesitas sangre, Regis.



Capítulo 8


"¿Dónde está el dinero, hijo de puta? ¡Habla!".


"¡Aggh!".


Los cuervos observaban impávidos cómo los hombres se ocupaban de sus asuntos. El sargento, ahora pálido como un ahogado, recuperó con rapidez el rubor, puesto que Osyan lo agarró del pescuezo y lo estaba asfixiando.


"¡Aggh!".


Erskine entró en el claro. Maldijo y dejó caer la pila de broza que cargaba. En pocas zancadas llegó al trineo, agarró a Osyan del abrigo y lo lanzó al suelo.


El anciano, ahora con color remolacha, se sacudía bajo las pieles respirando con dificultad.


"Quieres matarlo, retrasado?", le espetó Erskine a su compañero para, acto seguido, propinarle una patada en las costillas.


"¿Has perdido la cabeza? ¿Por qué no me has llamado cuando se ha despertado?".


Osyan se escabulló fuera del alcance de la bota de Erskine apoyándose en los codos.


"Matarlo no, solo asustarlo un poco". Una sonrisa arrogante asomó en su rostro.


Erskine lo miró con furia. Si Osyan hubiera, de alguna manera, logrado averiguar la ubicación del escondite, se habría llevado corriendo al sargento por el bosque sin pensárselo dos veces, abandonando a su cómplice a la intemperie. Como hicieron con Néris.


"Como vuelva a ocurrir, te cuelgo de las pelotas".


"Los dos vais a acabar colgados", gruñó el sargento. "Desertores. ¡Traidores!".


Ambos se rieron entre dientes al unísono.


"¿Por qué nos trata de ese modo, comandante? ¡Lo rescatamos de las fauces de la muerte! ¡Lo hemos atendido cuando estaba enfermo! A mí me parece que nos merecemos una pizca de gratitud, ¿no?".


"El verdugo os dará las gracias con su hacha con mucho gusto".


Erskine se sopló sus agarrotadas manos y se inclinó hacia el pasamanos del trineo. Osyan se levantó del suelo y se colocó en el lado opuesto. El sargento los miró con el congelado ceño fruncido. La suerte estaba echada. No tenía sentido seguir mintiendo. No después del arrebato de Osyan.


"¿Dónde escondiste el botín, carcamal?".


"Pertenece a la compañía. Lo dividiremos a partes iguales".


"No me hagas reír. Es el botín de un robo en Dillingen. Ja, ja, el honor de un ladrón, ¿eh?".


"Lo cogimos amparados en el derecho de conquista. De una ciudad reclamada por los oscuros. ¿Es que eres nuevo en esto de la guerra, Erskine? Es tu primera vez, ¿verdad?".


"No es la primera, pero seguramente sea la última, en cuanto nos hagamos con el botín. Ya me he cansado de marchar detrás de las trompetas".


Osyan frunció los labios, sacó el cuchillo, escupió sobre la hoja y la limpió con el puño de la camisa.


"Deja de perder el tiempo dando explicaciones. Vamos a empezar a cortar para que cante".


Erskine se encogió de hombros y no añadió nada, salvo el consentimiento de su silencio. Todavía guardaba un mínimo respeto al sargento, cuya tenacidad inflexible había llevado al éxito a su unidad en numerosas ocasiones, y no quería despellejarlo como si fuera un animal rabioso. De modo que le permitió un momento al anciano para que llegara a sus propias conclusiones, para que se familiarizara con la gravedad de la situación.


Osyan, desde luego, poco sabía de esto. Había comenzado a prestar servicio al rey Foltest el otoño anterior después de que la caballería kaedweni saqueara y arrasara la granja de su padre. La experiencia le había enseñado a Osyan que «soldado» significa «ladrón con impunidad». Por ese motivo se alistó.


La hoja se deslizó bajo las pieles, su frío filo presionaba la piel del sargento. En su rostro lleno de cicatrices, la rabia y la amargura dieron paso a la impotencia. Resignado a su suerte, al fin habló.


"Por el Yaruga, a un día de camino al este de Dillingen, hay un aserradero. Allí nos enfrentamos a los nilfgaardianos, querían usar las barcazas para retirarse por el río...".


Erskine y Osyan se encorvaron sobre el hombre herido como buitres voraces.



Capítulo 9


Dettlaff sentó a Regis a la mesa. Echó un vistazo por la sala y se dirigió a la trampilla del sótano.


"Ha sido una imprudencia", dijo.


"Lo sé".


"No me digas que necesitas tiempo. Ya sabes lo que hay que hacer".


"Lo sé".


El fuego del hogar ya se había extinguido y la oscuridad envolvía el interior de la choza abandonada. Néris se sentó a la mesa y bebió un sorbo del brebaje de mandrágora. Regis se estaba masajeando la sien, dolorida por la caída.


"Dijiste que necesitabas nuestra ayuda".


"Sí".


"Con una condición: se acabaron los secretos. Es el momento de contar la verdad. Aportada en su totalidad y de la forma más sucinta posible. Por favor".


"La verdad es aburrida, Regis", suspiró. "En algún lugar cerca de Dillingen hay un cofre que contiene un botín de guerra. Arnault —así se llama el sargento— lo escondió allí para mantenerlo a salvo hasta que acabara la guerra. Por desgracia, al final de la contienda, lo hirieron en combate. Lo sacamos del hospital de campaña para que no muriera allí, frío y desamparado".


"Y para que pudiera indicaros la ubicación".


Néris se quedó en silencio. Regis extendió las manos.


"Me vas a disculpar, pero no me convence".


"Ya sabes lo que le espera si no los seguimos. Erskine y Osyan... Ya los conoces. Has visto de lo que son capaces".


"¿Y de qué eres capaz tú?".


"A mí solo me interesa el oro. No quiero que el sargento muera".


"Cuánta nobleza".


"La nobleza te la dejo a ti, Regis. No, no repliques. He visto cómo cuidabas de Arnault día tras día. También me has ayudado a mí, aunque no tenías por qué hacerlo. ¿Quieres la verdad? Pues te la diré: ya sabes que sin nuestra ayuda morirá. Vendrás conmigo porque tu conciencia te obliga".


Dettlaff levantó una trampilla de entre los tablones.


"Tiene razón, Regis", dijo. "Acabemos con esto".


El sótano estaba húmedo, y más oscuro si cabe.


Regis usó el carboncillo en el suelo y cerró el símbolo. Dentro del círculo, colocó un cuenco de barro que se habían llevado de la cabaña de Fen Carn.


"¿Por qué lo salvaste, Dettlaff?".


"¿A quién?".


"Al soldado temerio, en el Ina. Pudiste haberlo dejado allí".


"Pude, pero salvarle la vida... me pareció algo que tú harías".


El círculo resplandeció, una magia antigua hizo circular el aire. Dettlaff se colocó frente al cuenco. Con un rápido movimiento, se rajó la muñeca. La sangre fluyó.


"Siempre me ha resultado fácil", dijo. "Llevo aquí mucho tiempo. Tengo una opinión bastante formada de los humanos y de sus parodias de civilización. Se extienden por este mundo como una plaga. Lo han organizado tan mal que es imposible que funcione".


"Eso pensabas hasta ahora".


"Sigo pensándolo".


"Y, sin embargo, algo ha cambiado".


Dettlaff hizo una mueca y movió sus entumecidos dedos.


"Ves algo más en ellos", dijo. "Sigues intentando ayudarlos. Me resulta...".


"¿Una ingenuidad?".


"Curioso".


Dettlaff cerró la herida y salió del círculo. Regis ocupó su lugar. Sujetó el cuenco con ambas manos, susurró un encantamiento y bebió.


La sangre fresca se derramó por su interior, espoleando unos estremecimientos de euforia. Los sentidos vampíricos, antes silenciados, se potenciaron. Oía cualquier murmullo. Un remolino que removía la nieve al otro lado de las colinas. El burbujeo de las turbias aguas del Yaruga. El relincho y las pisadas de las pezuñas de un caballo en un camino lejano.


El semental gruñó. Sorensen le atizó con las riendas. Quería asegurarse de que se alejaba lo suficiente de la choza.


Estaba rompiendo el alba cuando llegó al claro de las cumbres de Turlough. Los pinos proyectaban largas sombras sobre las rocas. Se sentó en el tronco de un árbol caído y se abrigó con la capa.


"Sabrina".


"¿Tienes idea de qué hora es? ¿Te crees que las hechiceras no dormimos?".


"He encontrado a los vampiros".


Un suspiro.


"¿Contrato completado?".


"Todavía no. Pero oí su conversación. Sé a quién están siguiendo".


"Sorensen, querido..., si hubiera necesitado un rastreador, habría contratado a uno. Tengo entendido que eres un brujo, ¿no?".


"Un brujo, no un idiota. El del pelo gris, Regis... Pensaba que matarlo sería un acto de misericordia, pero no va a ir a la tumba. En el Yaruga hipnotizó a todo un pelotón de soldados".


"¿Otra vez regateando?".


"Quiero ayuda".


Una risa leve.


"Tienes suerte de pillarme preparada".


Un destello, y un portal se abrió cerca. Del turbulento caos emanó una energía que tomó la forma de un arma. La silueta cada vez se hizo más clara, hasta que al fin se llenó de calor y se solidificó. Una daga ornamentada cayó en la nieve.


Sorensen la recogió y recorrió las runas engastadas con un dedo.


"¿Qué hago con esto? ¿Afilar estacas?".


"Está encantada. Se activa al contacto con la carne de un vampiro. No he sido capaz de reproducir el hechizo por completo, pero lo que he imbuido en la daga debería bastar".


"¿Estás segura de que funcionará?".


"No. Vilgefortz, el creador del hechizo, tenía una inteligencia endiablada. Recrear la fórmula fue un desafío muy costoso; solo el proceso de imbuir la hoja me llevó una semana. Empléala con cabeza. Es de un solo uso".


"Te recuerdo que son dos".


"Sí, sí. Pero tú, querido...".


Sorensen lanzó un suspiro. Saltó del tocón y deslizó la daga bajo el cinto.


"Pero yo soy un brujo".


"Y ya se te ocurrirá algo". Ella hizo una pausa. "¿Correcto?".


Sorensen subió a lomos de su caballo y miró las huellas de trineo que recorrían el claro hacia el oeste.


"¿Acaso tengo otra opción?".



Capítulo 10


La puerta, que colgaba dubitativamente de un solo gozne, rebotó contra la pared cuando Osyan salió hecho una furia del aserradero, resoplando y jadeando.


"Nada. ¡Nada! ¡Ni una vieja moneda oxidada!".


"Has encontrado los ladrillos sueltos de los que habló?".


"¿Tú has visto el sótano? ¡La mitad de los ladrillos están sueltos! He tirado abajo casi toda la pared y no había ningún escondite. La mugre se ha colado por todas partes, me cago en la leche. Este no es el sitio correcto, hazme caso".


Erskine echó un vistazo alrededor del claro: una fosa común exhumada, cadáveres congelados desperdigados, cuya carne presentaba mordeduras de animales salvajes. Capas negras nilfgaardianas engalanadas con la marca del escorpión.


"No nos hemos equivocado. Estos cadáveres son de los lanceros de la Séptima daerlana. Como nos dijo el viejo".


"Pues se habrá confundido. Despiértalo".


Una risa estertórea llegó del trineo; el sargento ya estaba despierto y escuchaba la conversación. Se carcajeó, disfrutando del momento.


"¿De qué te ríes?", le gritó Osyan al viejo mientras le lanzaba un golpe. Erskine lo agarró por la muñeca.


"Cálmate, ¿vale? Está diciendo algo".


Erskine acercó la oreja a la boca del comandante y escuchó sus roncos suspiros: "Ya estáis muertos, gilipollas de mierda".


Sonriendo, el sargento sacó la mano de entre las pieles y señaló hacia Dillingen con un dedo tembloroso. Un sol poniente, ocultándose tras un bosque de fresnos desnudos, proyectaba largas y siniestras sombras sobre el terreno. Los dos desertores oteaban en la dirección que había indicado el anciano.


De pronto, Erskine se acuclilló y examinó el cadáver más cercano. La armadura tenía marcas entrecruzadas de garras, que la habían rasgado, y la carne congelada y despedazada que había bajo ella estaba expuesta. Unas mandíbulas más potentes que las de un lobo habían astillado y partido los huesos.


El temerio, pálido como un difunto, se puso en pie de un brinco y se giró hacia su compañero.


"Comemuertos".


La risotada maléfica del sargento resonó en sus oídos mientras unos ojos terroríficos destellaban frenéticamente entre los árboles bajo la cada vez más presente oscuridad.


El brujo siguió las huellas del trineo. Estaba anocheciendo cuando el bosque se convirtió en un claro, donde había una cabaña de leñador abandonada junto a pilas de troncos talados. Un aullido hambriento emergió por encima del dulce murmullo del río. Y gruñidos histéricos. El caballo resopló, echó hacia atrás la testuz y se negó a seguir avanzando. Tuvo que dejarlo y continuar a pie.


Sorensen se escabulló tras la línea de árboles hasta cielo abierto. La luna llena bailaba en las plateadas aguas del Yaruga, en la plateada nieve, en la espada de plata del brujo. Una manada de ghuls se acercaba sigilosamente al aserradero, intentando llegar a las personas que se habían atrincherado en su interior. Había un trineo abandonado junto a la noria de agua, y una de las nauseabundas criaturas estaba devorando a un pobre desdichado que yacía sobre él. Los horripilantes chasquidos y crujidos de la carne al desgarrarse y los huesos al romperse inundaban el aire.


Un virote de la arbalesta barrió al monstruo del trineo y lo clavó en un árbol.


Sorensen desenganchó una pequeña bomba de su cinturón, prendió la mecha con la señal de Igni y se puso manos a la obra.


El brujo, a decir verdad, tenía un aspecto tan aterrador como los comemuertos.


Los ojos reptilianos. Las venas hinchadas y ennegrecidas palpitando en el cuello y las sienes. Las ropas empapadas de un putrefacto hedor a sangre de monstruo.


"¿Tenéis alcohol?".


De alguna manera, eso hizo al hombre parecer más cercano al momento. Osyan le ofreció una cantimplora.


"Vuestros amigos están de camino. Pronto se reunirán con nosotros".


Los desertores se miraron el uno al otro. Erskine echó mano a la empuñadura de su espada de forma instintiva, aunque no quiso tentar a la suerte.


"¿Qué te hace pensar que viajábamos en un grupo más numeroso? ¿Estabas rastreando nuestras huellas?".


"Solo las de los que se os unieron por el camino".


"¿Tienes cuentas pendientes con ellos?".


"Algo parecido. Me han pagado por ellos. Soy brujo, por si no os lo habíais imaginado".


"¿Y ellos qué son, sumergidos?".


"Vampiros".


Erskine se quedó sin habla durante un momento.


"Parecían bastante normales", logró articular al fin.


"A mí también me sorprende", replicó el brujo con indiferencia. "Sin embargo, son de lo más letales".


Osyan, consumido por su decepción, le dio una patada a una pila de herramientas oxidadas, como si fueran las responsables de su propio fracaso. La montonera respondió con un triste estrépito al caer.


"El viejo nos engañó. Nos trajo hasta aquí para llevarnos a la muerte. Un camino tan largo para no llevarnos ni un solo oren".


El brujo echó mano a su bolsa. Hizo girar una moneda entre los dedos de su mano ensangrentada. Una esfinge en un lado. Un carro en el otro. El oro antiguo recogió el reflejo de la luz de la luna. Los desertores se quedaron mirando embobados, como si los hubiera hipnotizado.


"No sé qué asunto os ha traído hasta aquí, pero creo que puedo sugeriros algo mejor. Necesito socios".


"¿Pagas…", Osyan tragó saliva "… en oro?".


"Yo no". El brujo sonrió con malicia. "Los vampiros. ‘Ellos tienen mucho más. Y vosotros... podéis ayudarme a tenderles una trampa".



Capítulo 11


El campo de batalla estaba en silencio. La luna llena se reflejaba en los carámbanos que colgaban del aserradero y en las oxidadas armaduras de los soldados caídos.


Encontraron el trineo junto a la noria de agua.


Regis pasó por encima de los restos sangrientos de la yegua. Apartó las pieles que cubrían al sargento.


Las cuencas de los ojos eran agujeros negros. Las mejillas estaban despedazadas. La boca, congelada en un grito desencajado.


Néris se dobló por la mitad y vomitó.


En algún lugar detrás de ellos, entre la espesura envuelta por las sombras, se oyó el chasquido de un virote al ser disparado.


Un destello atravesó la oscuridad. El proyectil desgarró el brazo de Regis y lo clavó al trineo. La herida siseaba y echaba humo, el olor a carne quemada inundaba el aire.


"¡Allí!", gritó Néris. Desenvainó la espada de un tirón y se lanzó hacia la línea de árboles.


Dettlaff ya sabía a quién se estaban enfrentando. Recordaba el sonido; recordaba el brillo de las runas sobre la plata.


Se transformó en un instante, batió sus alas coriáceas y emprendió el vuelo hacia el bosque. Adelantó a Néris y se adentró en la espesura, dispuesto a vérselas con el brujo.


El monstruo mordió el anzuelo.


Sorensen vio cómo alzaba el vuelo, extendía las alas y desaparecía entre los arboles. La condotiera corrió tras la bestia con la espada desenvainada.


El brujo estaba satisfecho con esa decisión; no quería tener que matarla.


Se bebió la poción, soltó un gran suspiro y saltó desde detrás de una pila de tablones. En dos zancadas, alcanzó al vampiro que aún seguía clavado al trineo. Un golpe rápido para decapitar al chupasangre.


Lanzó un tajo con la espada y la hoja de plata silbó.


Un instante tarde.


El vampiro se liberó en el último momento y desvió el ataque con las garras. Pero el brujo no le dio ni un respiro. Fintó un golpe descendente, cambió el ritmo de sus pasos y arremetió hacia delante, lanzándose al vientre de la bestia.


El monstruo retrocedió echándose a un lado, luego se abalanzó sobre Sorensen y sus garras pasaron a centímetros de la cabeza del brujo, que se arrodilló y lanzó una estocada baja. Esta vez sí alcanzó el objetivo y le rajó la pantorrilla a la bestia. Sin vacilar un segundo, dirigió la siguiente al cuello. El vampiro se protegió con la mano. La hoja le seccionó los dedos, perdió fuerza y pasó silbando por la mandíbula de la bestia.


El monstruo se precipitó sobre el brujo y lo agarró por la garganta. Sorensen gruñó, cogió una bomba del cinturón y se la lanzó a los pies. Se produjo una explosión, seguida de un chillido agudo. Una espesa niebla envolvió la zona, ocultándolo todo salvo las más próximas inmediaciones. El brujo atacó con la espada y le hizo un corte en el pecho a la bestia y, a continuación, la empujó hacia atrás con la Señal de Aard. El vampiro se escoró hacia el trineo y rodó hacia la oscuridad junto con el cadáver del sargento.


Sorensen inhaló con ansia mientras se frotaba el cuello. Se le dibujó una sonrisa en los labios. El monstruo sangraba con profusión; las heridas infligidas por la plata del brujo de la mantícora se agudizarían en cualquier momento y lo debilitarían aún más.


Agarró la espada con ambas manos y apaciguó su respiración.


"Es hora de terminar con esto", dijo.


Unas figuras humanas aparecían en color rojo en los ojos de Dettlaff. Un ballestero y... alguien más, acechando entre las sombras. Su sangre destilaba un aroma familiar. Los dos idiotas con los que había viajado hace poco. No detectaron la presencia del brujo. Inquietante.


La cuerda vibró, pero el virote no acertó en el blanco, desviado de un golpe por un desdeñoso movimiento de sus garras. Dettlaff se lanzó en picado, muy rápido, enganchó al tirador con un ala y lo tiró de las ramas al suelo. Al caer de donde estaba apostado, soltó el arma, y se precipitó con estrépito sobre un banco de nieve.


Dettlaff dibujó un estrecho arco en el aire y aterrizó, volviendo a su forma humana. El otro hombre debió imaginar que había pasado desapercibido, pues saltó de pronto de su escondite, detrás de un tronco, intentando alcanzar con su daga el cuello del vampiro. Con una velocidad inconcebible, Dettlaff agarró por la muñeca al emboscador antes de que asestara el golpe. Fijó la mirada en la hoja, las runas grabadas en ella brillaron en un siniestro tono azul. Sintió curiosidad, pero solo durante un momento. Al volver a centrar su atención en el hombre, le aplastó los huesos que tenía asidos. El atacante gritó y el arma se le escurrió de los flácidos dedos. Dettlaff lo empujó hacia atrás a la nieve.


Observó a los dos hombres acobardados, ambos indefensos y aterrorizados. Ellos lo miraban como criminales condenados esperando su sentencia. El corazón les latía como si les dieran martillazos en el pecho. Se les hinchaban los pulmones, tragaban saliva con nerviosismo. Al exhalar, el vaho ondulaba en el gélido aire. Tanto miedo, temblores, sufrimientos, engaños... ¿Con qué objetivo? ¿De qué había servido?


"¿Por qué?", preguntó. Su propio aliento era frío. Invisible.


Antes de que pudieran articular palabra entre sus dientes castañeteantes, Néris apareció desde la dirección del aserradero.


"Son monstruos", espetó Osyan, agarrándose el brazo roto. "¡Estás con ellos, y son monstruos!".


Néris no se dignó a responder. Dirigió su mirada a la daga caída, la recogió y se volvió hacia Dettlaff.


"Han matado al sargento. Acaba con ellos o deja que lo haga yo".


El vampiro, con un gesto, le indicó que esperara.


"No puedo comprenderlo. ¿Por qué?", repitió. "El comandante os trajo hasta aquí. ¿No era suficiente coger el dinero y marcharos? ¿Por qué usasteis las armas?".


"¡No hay ningún dinero!", gritó Osyan. "¡El viejo nos engañó para traernos a un campo de batalla repleto de comemuertos! Se llevó los secretos a la tumba, ¡eso es lo que hizo esa maldita rata!".


"Pero ellos", intervino Erskine, señalando a Dettlaff, "llevan consigo auténticos tesoros reales, ¡te lo juro! Oro de tumbas antiguas. Lo que usaron para pagar por el caballo que cogimos por el camino. El brujo... El brujo nos lo enseñó".


El metal relució. Néris atrapó la moneda que le lanzó el temerio y la inspeccionó detenidamente. Debía de valer una fortuna.


"Tienen más. Más de las que puedas gastar. Hemos estado buscando el alijo del sargento, mientras que todo este tiempo...".


Dettlaff estaba decepcionado. Regis casi lo había convencido de que estas criaturas eran mucho más profundas. Que los humanos no eran solo unos zoquetes traicioneros consumidos por la avaricia y cautivados por los deseos más primitivos. Que no eran tan viles y corruptos como parecía a simple vista. Pero su amigo se equivocaba. No tenían remedio. Al igual que con el alijo del sargento, no se encontraría ningún tesoro entre los humanos. Se había abierto el cofre y estaba vacío; siempre lo estaría.


Dettlaff levantó del suelo a un agitado Osyan con una mano. Inclinó la cabeza, enseñó los colmillos y dejó que el olor a sangre inundara sus fosas nasales. La euforia recorrió todo su cuerpo.


Al momento, sintió un dolor repentino.


Néris, atacando con la velocidad de una víbora, había hundido la daga en el brazo de Dettlaff hasta la empuñadura. El vampiro soltó a Osyan y dio un salto hacia atrás, siseando y enseñando los dientes. Unas llamas azules brillaban donde la hoja encantada se había alojado. Poco a poco, la llamarada consumió la extremidad hasta el cuello. Fue a echar mano del arma, con la intención de liberarse del malvado hechizo, pero Erskine se apoderó de la ballesta que estaba en la nieve, apuntó y disparó. Un virote de plata zumbó por el aire y clavó el brazo libre del vampiro al tronco de un árbol.


Con un brazo clavado a un árbol y el otro devorado por llamas encantadas, Dettlaff recurrió al poder de la sangre e intentó transformarse. Pero la plata del brujo impidió la metamorfosis.


Soltó un aullido estremecedor y la noche respondió con un ladrido lejano.


"Quiero llevarme el doble", dijo Néris, mientras ayudaba a Osyan a levantarse.



Capítulo 12


Intentó levantarse, pero su destrozada pierna se negaba a obedecer. La sangre manaba de la hendidura de su pecho. La mano sin dedos le palpitaba de forma incesante.


Regis miró al sargento, que estaba a su lado, con envidia. Al menos él ya no sentía nada.


El brujo se acercaba. La luna bailaba en una hoja de plata.


Solo había una salida.


Lo siento.


Se arrastró hasta el cadáver y hundió los colmillos en él.


Un regusto metálico le revoloteó en la lengua. La euforia llegó en oleadas, latiéndole dentro. Las heridas sanaron y el dolor remitió, yéndose muy lejos.


El brujo surgió de entre los restos del trineo y maldijo. Regis se incorporó. Inhaló profundamente. Los ojos se le volvieron rojos.


Rugió como un animal salvaje. El rostro se le alargó hasta convertirse en una máscara amenazante, le brotaron largas garras de los dedos de su mano sana.


El resto estaba borroso. Observó cómo se desarrollaban los acontecimientos tras un velo, como un intruso en su propio cuerpo, llevando la carne de una bestia primitiva.


Y la bestia quería sangre.


El brujo dobló los dedos para formar una señal, pero esta vez el monstruo la esquivó con facilidad, dejando que la onda de energía dispersara un montón de nieve en su lugar. Sorensen echó mano a otra bomba, pero fue lento. Demasiado lento. El vampiro le asestó un golpe con furia, le clavó las garras en el cuerpo como si fuera mantequilla. Se le aflojaron los dedos y la espada de plata cayó en la escarcha salpicada de sangre.


La bestia mostró los colmillos.


La arteria palpitaba con los latidos del corazón y la sangre que bombeaba. Había llegado el momento de rendirse a la naturaleza. De hacer exactamente lo que estaba destinado a hacer.


No quiero esto.


Regis se detuvo de pronto. Sus rasgos faciales se relajaron y suavizaron, las garras se retrajeron emitiendo un siseo. Soltó al brujo y dejó que cayera en la nieve.


Escuchó la quietud previa al amanecer. Al poco tiempo, el ritmo de la sangre palpitante se disipó, para luego desaparecer por completo. Se inclinó sobre el cazador y lo miró a los ojos.


"No soy un monstruo", le dijo.


Dio media vuelta y se alejó entre los árboles, dejando al brujo solo.


La llama azul calcinó el brazo y el antebrazo de Dettlaff, a la altura del hombro y el cuello.


"El brujo dijo que esto acabaría con él. Le ha quemado hasta el hueso".


"¡Que no nos engañe como hizo el viejo! ¿Dónde está el oro, cabrón?", dijo Osyan, arrastrando las palabras.


El vampiro contoneó los entumecidos dedos de la mano que le quedaba. El virote que le atravesaba el brazo le dejaba poco margen de maniobra. Se echó hacia atrás la capa, soltó la bolsa amarrada al cinto y la lanzó al suelo.


Osyan, aunque estaba herido, fue el primero en alcanzarla. Entonces se oyó el chirrido de un virote al ser cargado.


"Suéltala, rufián", bramó Erskine. "Hemos venido a por el botín, y tú no eres un soldado, sino un descarriado".


"¡He ayudado!".


"Y una polla has ayudado. Le ha apuñalado Néris".


"Por eso quiero una tajada mayor", dijo ella.


"Ya, claro". Erskine miró de soslayo a Néris. "Hace un momento estabas de parte de los chupasangres. Osyan, no te muevas o te clavo un virote".


"Somos dos... Nosotros dos... Tú... no puedes... recargar...".


"Ocúpate de él, Erskine, y nos largamos de aquí. Antes de que el brujo termine y reclame su parte".


Erskine resopló. "Eres una serpiente".


"Es más fácil dividir una cantidad entre dos que entre tres".


"¿Quieres que un brujo te pise los talones?".


"Podemos encargarnos de él entre los dos".


"No me tomes el pelo. No pienso ni dormir a tu lado".


Osyan intentó aprovecharse de la riña de sus compañeros y se escabulló entre los árboles. Lo alcanzaron rápidamente. Néris lo zancadilleó. Cayó rodando sobre el suelo helado y acabó en una zanja. Luego se reanudó la discusión.


Al poco, unos ojos se iluminaron entre los árboles. Habían llegado en un gran número en respuesta a la llamada de Dettlaff. Rodearon el fresno en silencio, a tiro de piedra de los desprevenidos desertores. Se les hacía la boca agua mientras esperaban órdenes.


Uno de ellos desencajó el virote con los dientes y soltó del árbol a Dettlaff, que estiró los dedos rígidos de su mano liberada. Con un crujido repugnante, se arrancó los restos del brazo consumido por el fuego mágico y arrojó al suelo el muñón atravesado por la daga, dejando que chisporroteara en la nieve.


Alzó la mano y las criaturas de la noche se estremecieron expectantes. Parece que el sargento conocía a estos tipos bastante bien. Sabía lo que se merecían. De modo que Dettlaff decidió honrar su memoria.


Y dio la orden a los comemuertos.


Al despuntar el alba, nevaba.


Dettlaff estaba sentado junto al fresno. Regis se acercó y se arrodilló a su lado. En silencio, se quedaron mirando los tres cadáveres que se difuminaban bajo un manto blanco. Había monedas de oro esparcidas entre ellos.


"Esos dos... merecían un escarmiento", dijo Regis. "Pero no un destino así".


"Todos. Los tres. Ellos se lo buscaron. Su naturaleza los condenó".


"Te has convertido en todo un experto en la naturaleza humana".


"¿Experto? No, pero he aprendido la verdad que encierra".


Dettlaff se percató de la mano herida de Regis.


"¿El brujo?".


"Dejé que se marchara".


"Estás loco".


"No. Simplemente, no soy quien creías que era".


El sol se asomaba por entre los árboles. Un viento gélido soplaba nieve de las ramas sin hojas. Regis se puso en pie y se ajustó la bolsa.


"Me voy".


Dettlaff miró los ojos vidriosos de Néris. Estiró la mano y le cogió una moneda de entre los dedos.


"Adelante", dijo. "Vive entre humanos. Entre los tuyos. Y que ese no sea tu final".


"¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?".


Dettlaff metió el oro en su bolsa.


"Todavía no lo sé. Pero sí sé por dónde empezar".


Flop, flop, flop, chof.


"Sabrina".


Escogió otro guijarro. Liso. Suave. Perfecto. La sosegada superficie del Yaruga reflejaba la luz del sol.


Flop, flop, flop, flop. Chof.


"¿Has terminado?". Su voz provenía del xenovoce.


"En cierto sentido. Renuncio al trabajo".


Hubo un silencio, de los que preceden a una terrible tormenta.


"¿Qué quieres decir con "renuncio"?". Había más veneno en sus palabras que en el aguijón de un escorpión.


"Ya lo has oído". Sorensen dio la vuelta a un guijarro con los dedos, lo sopesó en la palma de la mano y lo lanzó para que rebotara contra la superficie del agua. Flop, flop, chof.


"Tienes miedo, ¿verdad? Vaya, supongo que has dado tu auténtica cara. Cobarde. Malnacido. Vergüenza de hombre. Miserable saco de mierda...".


La letanía se alargó hasta el infinito. Sabrina tenía una boca muy sucia y una imaginación sorprendentemente profusa y depravada. El xenovoce vibraba a causa de todos los gritos que provenían del otro extremo.


Sorensen escuchó durante un tiempo mirando al agua. Después, se cansó de tanta queja. Cogió el dispositivo mágico y lo sopesó en la palma de la mano.


Chof.


Un tronco se partió en el fuego y una agradable calidez se extendió por la habitación.


Aine se sentó en las pieles y cogió el arco del violín. El sonido que producía no era el adecuado. Giró la clavija para afinar el instrumento, pero antes de que pudiera tocarlo, alguien abrió la puerta.


Lo reconoció de inmediato.


"¿Dónde está tu padre?".


"En Kagen. ¿Y tus... camaradas?".


"Estoy solo".


"Entra, mi señor. Caliéntate".


El recién llegado se sentó a la mesa. Miraba las llamas, reflexionando.


"¿Ludka te ha servido bien?".


"Ha llegado al final de su viaje".


Aine dejó el instrumento en el suelo y removió los troncos. El forastero echó mano de su cinturón.


"El oro que recibiste... vale más de lo que piensas".


"Ya no lo tenemos".


"Lo sé".


El recién llegado abrió la bolsa y puso dos monedas sobre la mesa. Aine suspiró.


"No... No está bien. Nos pagaste una suma justa por Ludka. No es culpa tuya que perdiéramos el oro a causa de mi estupidez".


El forastero se quedó en silencio durante largo tiempo.


"Entonces, que este también sea un pago justo".


"¿A cambio de qué?".


"De la lección que me acabas de dar".


Se levantó y se marchó. Aine se quedó mirando las relucientes monedas. Tras unos instantes, cogió su abrigo de piel de oveja y salió al exterior, en mitad de la noche.


Las huellas en la nieve desaparecían después de unas pocas pisadas. No había rastro del forastero.


Solo quedaba el viento gélido que silbaba entre los solitarios árboles. El presagio de un largo invierno.